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barra de chocolate, la primera de las diez que había logrado reunir. Afortunadamente,
Riggs había indicado que Kerans podía tener libre acceso al almacén del barco
patrullero.
Los ataques aéreos se repitieron con intervalos de media hora, y en una ocasión el
helicóptero voló directamente sobre la almadía. Desde su escondrijo en una de las islas,
Kerans vio claramente a Riggs que miraba por la escotilla, adelantando fieramente la
mandíbula menuda. No obstante, el fuego de la ametralladora fue cada vez más
esporádico, y a la tarde los vuelos se interrumpieron definitivamente.
Por ese entonces, a las cinco, Kerans se sentía ya casi completamente agotado. La
temperatura del mediodía, de casi cincuenta grados centígrados, le había sacado la vida
del cuerpo. Yacía ahora flojamente bajo la vela enmohecida, dejando que el agua
caliente le humedeciera el pecho y la cara, esperando el aire más fresco de la noche. La
superficie del agua era un fuego brillante, y la almadía parecía flotar a la deriva en una
nube de llamas. Perseguido por extrañas visiones, Kerans remó débilmente con una
mano.
15 - Los paraísos del sol
Al día siguiente, por fortuna, las nubes de tormenta se interpusieron entre Kerans y el
sol, y el aire fue notablemente más fresco. A mediodía el termómetro marcó treinta y
cinco grados. La vasta masa de cúmulos negros, a no más de ciento cincuenta metros de
altura, oscurecía el aire como un eclipse solar, y sintiéndose muy reanimado, Kerans
instaló el motor fuera de borda y marchó hacia el sur a quince kilómetros por hora.
Meciéndose entre las islas avanzaba siguiendo al sol que le golpeaba la mente. Por la
noche, cuando se desató la tormenta, se sintió con fuerzas para mantenerse de pie en una
pierna junto al mástil, dejando que la lluvia torrencial le corriera por el pecho y le
arrancara los andrajos de la chaqueta. Al fin la tormenta amainó y pudo ver, no muy
lejos, la orilla del mar: una línea de enormes bancos de arena de unos cien metros de
altura. Brillaban a lo largo del horizonte, a la luz espasmódica del sol, como campos de
oro. Más allá, sobre ellos, asomaban las copas de la jungla.
A un kilómetro de la costa la almadía se detuvo y Kerans descubrió que se había
quedado sin combustible. Desmontó el motor, lo tiró al agua y miró cómo se hundía en
la superficie parda con un torbellino de burbujas. Arrió la vela y remó lentamente contra
el viento. Cuando llegó a la orilla estaba ya oscureciendo, y las sombras se extendían
sobre las vastas pendientes grisáceas. Arrastró la almadía por el barro, cojeando en las
aguas bajas, y se sentó apoyando la espalda en uno de los barriles. Mirando la inmensa
soledad de esta muerta playa terminal, no tardó en caer rendido por el sueño.
A la mañana siguiente desmontó la almadía y llevó las distintas partes, una a una, por la
pendiente de fango, esperando descubrir un canal de agua que lo llevara al sur. Los
grandes bancos ondulados se extendían a su alrededor hasta perderse de vista, con dunas
suaves sembradas de cefalópodos y nautiloides. No se veía el mar, y Kerans estaba solo
ahora, con aquellos pocos objetos sin vida, como restos de un continuum desvanecido,
entre las dunas que se sucedían ininterrumpidamente, llevando los pesados barriles de
una cresta a otra. Arriba, el cielo opaco y despejado, de impasible color azul, parecía
más el techo interior de una psicosis profunda e irrevocable que la esfera celestial y
tormentosa que había conocido en los últimos días. A veces, luego de dejar caer una
carga, equivocaba el camino de vuelta, y marchaba de un lado a otro entre las
hondonadas silenciosas de suelo agrietado en bloques hexagonales , como un
hombre encerrado en una pesadilla y que busca una puerta de salida, invisible.
Al fin abandonó la almadía, recogió algunas pocas provisiones y echó a caminar
mirando por encima del hombro cómo los barriles se hundían lentamente en el barro.
Evitando cuidadosamente las arenas movedizas entre las dunas, fue hacia la jungla
lejana, donde las torres verdes de los belchos y los helechos arbóreos de treinta metros
de altura se alzaban tiesamente. Descansó otra vez bajo un árbol a orillas de la floresta,
limpiando cuidadosamente la pistola. Podía oír, ante él, los chillidos de los murciélagos
que volaban entre los troncos oscuros, en el interminable mundo crepuscular de la selva,
y los gruñidos y arremetidas de las iguanas. El tobillo había empezado a hinchársele
dolorosamente: el continuo ejercicio del músculo había extendido la infección original.
Cortó la rama de un árbol y entró renqueando en las sombras.
Llovió al anochecer. El agua azotó las vastas sombrillas a treinta metros de altura. De
vez en cuando unas cascadas fosforescentes se abrían paso entre las hojas y se
derramaban sobre Kerans quebrando la luz negra. Kerans temía descansar allí de noche
y siguió adelante disparando contra las iguanas que lo atacaban, corriendo de un tronco
a otro. Descubría a veces una brecha en el elevado palio de hojas, y una luz pálida
iluminaba el claro donde el techo en ruinas de un edificio asomaba entre el follaje,
golpeado por la lluvia. Sin embargo, las estructuras que había levantado la mano del
hombre eran cada vez más raras. La vegetación y el barro habían devorado los pueblos y
ciudades del sur.
Durante tres días cruzó la floresta sin detenerse a dormir, alimentándose con las bayas
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