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hombros, como diciendo «Pues yo no noto la diferencia».
Cuando le ofrecí un plato de sopa de verduras, media hora más tarde, lo rechazó con
un gesto que era casi de sospecha. Olisqueó la cazuela, metió un dedo en el caldo y lo
probó con evidente disgusto mientras me miraba comer. Por mucho que lo intenté, no
conseguí que compartiera mi modesta ración. Pero tenía hambre, eso era obvio, y al final
arrancó un trozo de pan y lo mojó en el caldo.
No dejó de mirarme ni un instante, examinándome sobre todo mis ojos, o al menos eso
me pareció.
C'cayal cualada... Christian? dijo al final con voz serena.
¿Christian? repetí, pronunciando el nombre correctamente. Ella había dicho algo
parecido a «Krisatan», pero reconocí el nombre, no sin un leve escalofrío de emoción.
¡Christian! exclamó.
Y escupió en el suelo con desprecio. Sus ojos adoptaron una expresión salvaje
mientras cogía la lanza, y me golpeó en el pecho con el asta.
Steven. Una pausa pensativa . Christian.
Meneó la cabeza y pareció llegar a alguna conclusión.
C'cal cualada? Im clathyr!
¿Me estaría preguntando si éramos hermanos? Asentí.
Le he perdido. Se volvió loco. Entró en el bosque. En lo más profundo del bosque.
¿Le conoces? La señalé a ella, le señalé los ojos.
¿Christian? repetí.
Era pálida, pero se puso mucho más pálida todavía.
¡Christian! escupió.
Y expertamente, sin esfuerzo, tiró la lanza al otro extremo de la cocina. El arma se
clavó en la puerta trasera, y allí quedó, el asta vibrante.
Me levanté y arranqué el arma de la madera, un poco molesto porque la hubiera
taladrado, dejando un agujero de buen tamaño hacia el mundo exterior.
Se tensó un poco al ver que examinaba la hoja, basta, pero afilada como una navaja.
Los dientes eran ganchos retorcidos que recorrían ambos filos. Los celtas irlandeses
habían utilizado un arma temible llamada gae bolga, una lanza que jamás debía usarse en
combates honorables, ya que sus dientes curvos destrozaban las entrañas de un hombre.
Quizá en Inglaterra, o en el lugar del mundo celta en que hubiera nacido Guiwenneth, las
cuestiones de honor no se tenían en cuenta cuando se usaban las armas.
El asta estaba llena de pequeñas líneas, en ángulos diferentes; ogham, desde luego.
Había oído hablar de él, pero no tenía ni idea de cómo descifrarlo. Pasé los dedos por las
incisiones y miré a la chica.
¿Guiwenneth? pregunté.
Guiwenneth mech Peen Ev respondió con orgullo. Supuse que Penn Ev debía de
ser el nombre de su padre. ¿Guiwenneth, hija de Penn Ev?
Le devolví la lanza y saqué cautelosamente la espada de la vaina. Ella se apartó de la
mesa, sin dejar de mirarme con prevención. La vaina era de cuero duro, con tiras muy
finas de metal casi trenzadas en el tejido. Estaba decorada con clavos de bronce, y cosida
con una gruesa hebra de cuero. La espada era un arma completamente funcional: puño
de hueso, envuelto en piel de animal cuidadosamente masticada. Más clavos de bronce
proporcionaban un asidero efectivo para los dedos. El pomo era casi inexistente. La hoja
era de hierro brillante, de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud. Estrecha a la
altura del pomo, alcanzaba una anchura de diez o doce centímetros, antes de convertirse
en una punta aguda. Era un arma curvilínea, hermosa. Y había rastros de sangre seca,
como para demostrar su uso frecuente.
Volví a guardar la espada en la vaina, y abrí el armario para sacar mi propia arma, la
lanza que había fabricado pelando y tallando una rama, y añadiendo una aguda esquirla
de piedra como punta. Guiwenneth la miró y se echó a reír, sacudiendo la cabeza en
gesto de incredulidad.
Pues has de saber que yo estoy muy orgulloso de ella dije, fingiendo indignación.
Pasé el dedo por la afilada punta de piedra. La risa de la chica era espontánea,
cristalina. Desde luego, mis patéticos esfuerzos la divertían muchísimo. Pareció intentar
controlarse, y se cubrió la boca con la mano, aunque las carcajadas la hacían
estremecerse todavía.
Tardé mucho tiempo en hacerla. Y estaba muy impresionado conmigo mismo.
Peth'n plantyn! exclamó entre risas.
¿Cómo te atreves? le espeté.
Y, entonces, hice una auténtica tontería.
Debí imaginarlo, pero el ambiente divertido, distendido, me hizo olvidarlo. Bajé la lanza
y simulé un ataque contra ella, como diciendo «Ahora te enseñaré a...».
Guiwenneth reaccionó en una fracción de segundo. La alegría desapareció de sus ojos
y de su boca, y fue sustituida por una expresión de furia felina. Dejó escapar un sonido
gutural, un grito de ataque, y en el breve tiempo que yo había tardado en lanzar mi
patético juguete infantil a una distancia respetable de ella, blandió dos veces su propia
lanza, salvajemente, con una fuerza increíble.
El primer golpe arrancó la cabeza de la lanza, y casi me quitó el asta de la mano. El
segundo golpe astilló la madera, y el arma decapitada voló de mis manos hacia el otro
extremo de la cocina. Derribó unos cuantos cazos que colgaban de la pared, y fue a caer
entre los botes de porcelana.
Todo había sucedido tan rápidamente que apenas tuve tiempo de reaccionar.
Ella parecía tan conmocionada como yo, y los dos nos quedamos allí, de pie,
mirándonos boquiabiertos, con los rostros enrojecidos.
Lo siento dije suavemente, tratando de quitar importancia al asunto.
Guiwenneth sonrió, insegura.
Guirinyn murmuró a modo de disculpa.
Recogió la destrozada punta de lanza y me la tendió. Tomé la piedra, todavía atada a
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