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sólo había tomado un par de vasos. Bebía con excesiva rapidez y se estaba embriagando. Cuando se lo
recriminó, se enojó con ella. De postre pidió un Drambuie, no sólo porque le gustaba, sino porque se había
convertido en una cuestión de principios. Se lo tomó de un trago, pidió otro, y ella se puso furiosa.
Darby movía su café con la cucharilla, sin prestarle atención. Mounton's estaba lleno y lo único que ella
deseaba era salir sin hacer ninguna escena, para regresar sola a su casa.
La discusión empezó a ser desagradable en la acera, cuando se alejaban del restaurante. Él se sacó las llaves
del Porsche del bolsillo y ella le dijo que estaba demasiado borracho para conducir. Intentó quitarle las llaves. Él
las agarró con fuerza y se tambaleó en dirección al aparcamiento, a tres manzanas de donde se encontraban. Ella
dijo que prefería andar. Diviértete, dijo él. Ella le seguía a pocos pasos, avergonzada de aquel individuo que se
tambaleaba. Le suplicó. Su nivel de alcohol en la sangre era por lo menos de cero coma dos. Maldita sea, era un
catedrático de Derecho. Podía matar a alguien. Él aceleró el paso, se acercó peligrosamente al borde de la acera,
pero recuperó el equilibrio. Farfulló algo de que conducía mejor borracho que ella sobria. Ella aflojó el paso.
52
Había estado con él en el coche cuando estaba en ese estado y sabía de lo que era capaz un borracho en un
Porsche.
Cruzó sin mirar la calle, con las manos hundidas en los bolsillos, como si diera un tranquilo paseo nocturno.
Calculó mal la distancia del bordillo, tropezó, perdió el equilibrio, se tambaleó y avanzó por la acera echando
maldiciones. Aceleró antes de que ella pudiera alcanzarle. Maldita sea, déjame solo, le dijo. Ella le suplicó que le
diera las llaves; de lo contrario iría andando. Él le dio un empujón. Diviértete, dijo él con una carcajada. Nunca
le había visto tan borracho. Él jamás la había agredido, estuviera o no bebido.
Junto al aparcamiento había un pequeño antro, con un anuncio luminoso de cerveza que cubría sus
ventanas. Ella se asomó a la puerta en busca de ayuda, pero se dio cuenta de la estupidez que cometía. El local
estaba lleno de borrachos.
¡Thomas! ¡Por favor! ¡Déjame que conduzca! chilló desde la acera, decidida a no seguir, cuando él se
acercaba al Porsche.
Él siguió avanzando y le indicó con la mano que se largara, mientras farfullaba algo para sus adentros.
Abrió la puerta del coche, se dejó caer junto al volante y desapareció entre los demás coches. Se oían los
ronquidos del motor cuando aceleraba.
Darby se apoyó contra una pared, a pocos metros de la salida del aparcamiento. Contempló la calle, casi con
la esperanza de que apareciera un policía. Era preferible verle detenido que muerto.
Estaba demasiado lejos para ir andando. Vería cómo se alejaba, llamaría un taxi y no le dirigiría la palabra
en una semana. Por lo menos una semana. Diviértete, se dijo a sí misma. Se oyó otro acelerón y chirriaron los
neumáticos.
La explosión la tiró sobre la acera. Cayó de bruces en el suelo, aturdida durante unos instantes, y de pronto
consciente del calor y de los fragmentos en llamas que caían sobre la calle. Miró horrorizada al aparcamiento. El
Porsche hizo una perfecta voltereta en el aire y cayó invertido. Los neumáticos, las ruedas, las puertas y los
parachoques se desprendieron del coche. El vehículo se había convertido en una reluciente bola de fuego,
devorado inmediatamente por sus voraces llamas.
Darby empezó a acercarse, llamando a voces a su compañero. La lluvia de fragmentos y el calor la
obligaron a detenerse a diez metros del vehículo, desde donde gritaba con las manos junto a la boca.
Entonces tuvo lugar una segunda explosión, que la obligó a retroceder. Tropezó y se golpeó fuertemente la
cabeza contra el parachoques de otro coche. Lo último que sintió de momento fue el calor del suelo en la cara.
El antro se vació y los borrachos estaban por todas partes. Miraban desde la acera. Dos de ellos intentaron
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