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rió abandonar el mar y hacerme comerciante o, por lo menos, empleado.
Ya no pensaba en islas desiertas ni en hacer de Robinsón; mis ideales eran otros. Quería transformarme
en un andaluz flamenco, en un andaluz agitanado. Entrar en una de esas tiendas de montañés a tomar
pescado frito y a beber vino blanco, ver cómo patea sobre una mesa una muchachita pálida y expresiva,
con ojeras moradas y piel de color de lagarto; tener el gran placer de estar palmoteando una noche entera,
mientras un galafate del muelle canta una canción de la maresita muerta y el simentereo; oír a un chatillo,
con los tufos sobre las orejas y el calañés hacia la nariz, rasgueando la guitarra; ver a un hombre gordo
contoneándose marcando el trasero y moviendo las nalguitas, y hacer coro a la gente que grita: ¡Olé! y ¡Ay
tu marea! y ¡Ezo é! ésas eran mis aspiraciones.
Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una per-
sona que ve en las palabras no su significado sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero
entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.
Entonces hubiera querido ser tan discreto, tan conceptuoso y tan alambicado como todos mis
conocimientos.
Leí las novelas dé Fernán Caballero, que tenían mucha fama; no me gustaron nada, pero me convencía
de que me debían gustar. Las he vuelto a leer después, y me han parecido una cosa bonita, pero mezquina.
Me dan la impresión de un cuarto bien adornado, pero tan estrecho, que dentro de él no se pueden estirar
las piernas sin tropezar en algo.
Yo no comprendo bien el entusiasmo que ha habido en la España del siglo xix por cultivar la mezquin-
dad. En libros, en dramas y en toda clase de escritos se ha exaltado con fruición la más estúpida y fría
mezquindad como la única virtud del hombre.
En aquellos tiempos era demasiado tímido para pensar así, no porque no lo creyese en el fondo, sino
porque no tenía confianza en mí mismo para afirmar mis ideas categóricamente.
El no saber vivir como los demás me producía una sorda cólera, una indignación frenética.
Me sentía como una rueda de reloj suelta, que no engrana con otra.
La verdad es que si la civilización era lo que creía don Matías Cepeda: tener un almacén de cacao y de
azúcar y otro almacén de chistes y de frasecitas, yo no llevaba camino de civilizado.
A veces me daban ganas de dar un puntapié a aquella gente, que después de todo no me servía para
nada, y mandar a paseo a don Matías, a su mujer, a la niña y a todos sus amigos y amigas.
Yo no comprendía que había en mí una exuberancia de vida, un deseo de acción; no veía que alterna-
ba con gente orgánica y moralmente encanijada; que yo necesitaba hacer algo, gastar la energía, vivir.
Muchas veces, al asomarme a la muralla, al ver la bahía de Cádiz, inundada de sol, el mar soñoliento,
dormido, los pueblos lejanos, con sus casas blancas, la sierra azul de Jerez y Grazalema recortada en el
cielo, al contemplar esta decoración espléndida, me preguntaba:
-Y todo esto, ¿para qué? ¿Para vivir como un miserable conejo y recitar unos cuantos chistes estúpi-
dos?
Realmente era poca cosa.
Un domingo de invierno, por la tarde, al anochecer, no sé por qué me decidí a dejar la diligencia de San
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
Fernando y a quedarme en Cádiz.
Había en el muelle esa tristeza de domingo de los puertos de mar. No me sentía alegre, sino agresivo,
con ganas de hacer una brutalidad cualquiera.
Entré en una tienda de montañés, pedí pescado frito y vino blanco. Comí y bebí en abundancia. Estos
colmados andaluces resumen el carácter de la región: son pequeños, pintorescos y complicados.
Salí del colmado, fui a un café de la calle Ancha, tomé unas copas de licor y me marché de allí dispuesto
a todo.
Era ya de noche; mis botas metían un ruido tremendo por las calles desiertas.
Me pareció que quizá no había bebido bastante para ser todo lo insolente y procaz que quería, y me
senté en la mesa de una taberna, en la acera, en una calle en donde hay tal profusión de colmados y pelu- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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