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cualquier hombre o muchacho que se hubiera puesto por delante, pero Peter revoloteaba a su alrededor
como si el mismo viento que levantaba lo apartara de la zona de peligro. Y una y otra vez embestía y hería.
Garfio luchaba ya sin esperanza. Aquel pecho apasionado ya no pedía vivir, pero sí que anhelaba un solo
favor: antes de enfriarse para siempre, ver a Peter haciendo gala de mala educación.
Abandonando la lucha corrió hasta la santabárbara y le prendió fuego.
-Dentro de dos minutos -gritó- el barco saltará en mil pedazos.
Ahora, pensó, ahora se verán los auténticos modales. Pero Peter salió de la santabárbara con la bomba en
las manos y la tiró por la borda tranquilamente.
¿Qué clase de modales estaba mostrando el propio Garfio? Aunque era un hombre equivocado, podemos
alegrarnos, sin simpatizar con él, de que al final fuera fiel a las tradiciones de su estirpe. Los demás chicos
estaban volando ahora a su alrededor, burlándose con desprecio y mientras tropezaba por la cubierta lan-
zándoles estocadas impotentes, su mente ya no estaba con ellos: estaba ganduleando por los campos de
juego de antaño, o recibiendo los elogios del director, o contemplando el partido desde una famosa pared1.
Y los zapatos eran correctos, el chaleco era correcto, la corbata era correcta y los calcetines eran correctos.
1. Alusión a un juego de pelota practicado contra una pared, característico de Eton.
Adiós, James Garfio, personaje no sin heroísmo. Pues hemos llegado a sus últimos momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio sobre él por el aire con el puñal dispuesto, saltó a la borda para ti-
rarse al mar. No sabía que el cocodrilo lo estaba esperando, ya que paramos el reloj a propósito para evitar-
le este conocimiento: una pequeña muestra de respeto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que debamos quitarle. Mientras estaba de pie sobre la borda volviendo
la vista hacia Peter, que flotaba por el aire, lo invitó con un gesto a que empleara el pie. Esto hizo que Peter
le diera una patada en lugar de apuñalarlo.
Por fin Garfio había conseguido el favor que anhelaba.
-Eso es mala educación -gritó burlándose y cayó satisfecho hacia el cocodrilo.
Así pereció James Garfio.
-Diecisiete -proclamó Presuntuoso, pero no había llevado bien la cuenta. Quince pagaron el precio de sus
crímenes aquella noche, pero dos alcanzaron la orilla: Starkey, que fue capturado por los pieles rojas, quie-
nes lo convirtieron en niñera de todos sus niños, una triste humillación para un pirata, y Smee, quien en
adelante se dedicó a vagabundear por el mundo con sus gafas, ganándose la vida precariamente contando
que él era el único hombre a quien James Garfio había temido.
Wendy, lógicamente, había estado a un lado sin participar en la lucha, aunque contemplaba a Peter con
ojos brillantes, pero ahora que todo había acabado volvió a cobrar importancia. Los alabó a todos por igual
y se estremeció encantada cuando Michael le mostró el lugar donde había matado a uno y luego los llevó al
camarote de Garfio y señaló su reloj, que estaba colgado de un clavo. ¡Marcaba «la una y media»!
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de todo. Os aseguro que los acostó en los camastros de los piratas
bien deprisa; a todos menos a Peter, que estuvo paseando pavoneándose por la cubierta, hasta que por fin se
quedó dormido junto a Tom el Largo. Esa noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en sueños largo rato y
Wendy lo abrazó muy fuerte.
16. El regreso a casa
Por la mañana, al dar las dos campanadas1 ya estaban todos en marcha, pues había mar gruesa y Lelo, el
contramaestre, estaba entre ellos, con un cabo en la mano y mascando tabaco. Todos se pusieron ropas
piratas cortadas por la rodilla, se afeitaron muy bien y subieron a cubierta, caminando con el auténtico
vaivén de los marineros y sujetándose los pantalones.
1. Alusión a los toques de campana en un barco para indicar cada media hora en el curso de las guar-
dias, a contar desde medianoche.
No hace falta decir quién era el capitán. Avispado y John eran el primer y segundo oficiales. Había una
mujer a bordo. Los demás servían como marineros y vivían en el castillo de proa. Peter ya se había atado al
timón, pero llamó a todos a cubierta y les dirigió un breve discurso, en el que dijo que esperaba que todos
cumplieran con sus obligaciones como unos valientes, pero que sabía que eran la escoria de Río y de la
Costa de Oro y que si se insubordinaban los haría trizas. Sus bravuconas palabras eran el lenguaje que
mejor entienden los marineros y lo aclamaron con entusiasmo. Luego se despacharon unas cuantas órdenes
e hicieron virar el barco, poniendo rumbo al mundo real.
El capitán Pan calculó, después de consultar la carta de navegación, que si el tiempo continuaba así debe-
rían arribar a las Azores hacia el 21 de junio, tras lo cual ganarían tiempo volando.
Algunos querían que fuera un barco honrado y otros estaban a favor de que siguiera siendo pirata, pero el
capitán los trataba como a perros y no se atrevían a exponerle sus deseos ni siquiera con una propuesta
colectiva. La obediencia instantánea era lo único sensato. Presuntuoso se llevó una docena de latigazos por
parecer desconcertado cuando se le dijo que echara la sonda. La impresión general era que Peter era honra-
do sólo por el momento para acallar las sospechas de Wendy, pero que podría producirse un cambio cuando
estuviera listo el traje nuevo, que, en contra de su voluntad, le estaba haciendo con algunas de las ropas más
canallescas de Garfio. Se susurraba después entre ellos que la primera noche que se puso este traje estuvo
largo tiempo sentado en el camarote con la boquilla de Garfio en la boca y todos los dedos apretados en un
puño, menos el índice, que tenía curvado y levantado amenazadoramente como un garfio.
Sin embargo, en lugar de observar lo que pasa en el barco, ahora debemos regresar a aquella casa desola-
da de donde tres de nuestros personajes habían huido sin el menor miramiento hace ya tanto. Nos da pena
no haber hecho caso al número 14 durante todo este tiempo y sin embargo podemos estar seguros de que la
señora Darling no nos lo echa en cara. Si hubiéramos regresado antes para mirarla con apenada compasión,
probablemente habría exclamado:
-No seáis tontos, ¿qué importancia tengo yo? Volved a cuidar de los niños.
Mientras las madres sigan siendo así sus hijos se aprovecharán de ellas: pueden contar con eso.
Aun ahora nos aventuramos a entrar en ese conocido cuarto de los niños sólo porque sus legítimos inqui-
linos vienen de camino a casa: simplemente los adelantamos para ver si sus camas están debidamente ai-
readas y si el señor y la señora Darling no salen por las noches. No somos más que criados. ¿Por qué de-
monios deberían estar debidamente aireadas sus camas, después de que los muy desagradecidos se fueran
con tantas prisas? ¿No se lo tendrían muy bien merecido si regresaran y se encontraran con que sus padres
están pasando el fin de semana en el campo? Sería la lección moral que les ha estado haciendo falta desde
que los conocimos, pero si tramáramos las cosas así la señora Darling no nos lo perdonaría jamás.
Hay una cosa que me gustaría muchísimo hacer y que es decirle, como hacen los escritores, que los niños
están regresando, que de verdad que estarán de vuelta del jueves en una semana. Esto echaría a perder
completamente la sorpresa que están esperando Wendy, John y Michael. Lo han estado imaginando en el
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