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Se llegaba a ella después de recorrer muchos pasillos oscuros y
estrechos. La autoridad no había turbado jamás la calma de aquel
refugio repuesto y escondido del arte aleatorio, ni en los tiempos
de mayor moralidad pública. A ruegos de los gacetilleros,
singularmente el del Lábaro, se perseguía cruelmente la
prostitución, pero el juego no se podía perseguir. En cuanto a las
«infames que comerciaban con su cuerpo», como decía Cármenes
escribiendo de incógnito los fondos del Lábaro, ¿cómo no habían
de ser maltratadas, si diariamente se publicaban excitaciones de
este género en la prensa local?
Casi todos los días salía a luz una gacetilla que se titulaba, por
ejemplo: ¡Esas palomas! o ¡Fuego en ellas!, y en una ocasión el
mismísimo don Saturnino Bermúdez escribió su gacetilla
correspondiente que se llamaba a secas: Meretrices, y acababa
diciendo: «de la impúdica scortum».
Volviendo al juego, si algún gobernador enérgico había
amenazado a los socios del Casino con darles un susto, los
jugadores influyentes le habían pronosticado una cesantía. Lo
ordinario siempre fue que hiciese la vista gorda, y no faltaron a
veces subvenciones en la forma más decorosa posible, como
decían las partes contratantes. Los jugadores vetustenses tenían
una virtud: no trasnochaban. Eran hombres ocupados que tenían
que madrugar. Tal médico se recogía a las diez después de perder
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La Regenta
las ganancias del día: se levantaba a las seis de la mañana,
recorría todo el pueblo entre charcos y entre lodo, desafiaba la
nieve, el granizo, el frío, el viento; y después de ímprobo trabajo,
volvía, como con una ofrenda ante el altar, a depositar sobre el
tapete verde las pesetas ganadas. Abogados, procuradores,
escribanos, comerciantes, industriales, empleados, propietarios,
todos hacían lo mismo. En el tresillo, en el gabinete de lectura, en
el billar, en las salas de conversación, de dominó y ajedrez, había
siempre las mismas personas, los aficionados respectivos; pero el
cuarto del crimen era el lugar donde se reunían todos los oficios,
todas las edades, todas las ideas, todos los gustos, todos los
temperamentos.
No en balde se afirmaba que Vetusta se distinguía por su
acendrado patriotismo, su religiosidad y su afición a los juegos
prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se explicaban por la
historia; la afición al juego por lo mucho que llovía en Vetusta.
¿Qué habían de hacer los socios, si no se podía pasear? Por eso
proponía don Pompeyo Guimarán, el filósofo, que la catedral se
convirtiera en paseo cubierto. « Risum teneatis!», contestaba
Cármenes en la gacetilla del Lábaro.
La religiosidad, aunque en la forma lamentable de la
superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la tafurería. Se
contaban en el Casino portentos de credulidad de los jugadores
más famosos. Un comerciante, liberal y nada timorato, tenía
depositados en la puerta de aquel centro de recreo un par de
zapatos viejos. Llegaba al Casino, calzaba los zapatos de suela
rota y subía a probar fortuna. Juraba que jamás llevando botas
nuevas le había favorecido la suerte. Venía a ser un jugador de la
orden de los descalzos. Entre su fe y cierta maliciosa experiencia
le daban ganancias seguras. Un año hizo una espléndida novena a
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Leopoldo Alas, «Clarín»
San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía
Bermúdez.
Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de
los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más
socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre
los mismos. Unos eran personajes averiados que habían contraído
la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras
de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora
tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían
personajes importantes de esta historia.
Eran las tres y media de la tarde. Llovía. En la sala contigua al
gabinete viejo estaban los socios de costumbre, los que no
jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos habían
colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para tener más
luz. En el fondo de la sala parecía que iba a anochecer. Sobre una
mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una
estrella detrás de niebla, la llama de una bujía que servía para dar
lumbre a los cigarros. Ocultos en la sombra de un rincón,
alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en
mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores,
que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café
y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un
aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se
juzgaba a los hombres y los sucesos del día, pero sin
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